24 abr 2013

PLACEBOS

Reiteradamente burlado el poder transgresor de la imaginación por los mismos actores que en las redes sociales y otras plataformas mediáticas aparentan o incluso creen promoverlo, urge tomar decisiones drásticas que se traduzcan, más allá del ciberescaparate, en una lesión grave contra el régimen que nos tiene acorralados, en buena medida, por el engaño sobre el alcance de las fuerzas que declaran combatirlo. Al ser exageradas a uno y otro lado del espectro político, esas fuerzas discrepantes terminan siendo asumidas a nivel popular como portadoras naturales del cambio para desprestigio de visiones más valientes y beneficio último de las élites que, muy democráticamente, las ignoran. No es cuestión de cacumen, sino de observación. ¿Por qué se siguen organizando huelgas, manifestaciones y actos colectivos de protesta contra las ofensivas del gobierno cuando ha quedado patente que son técnicas inoperantes para impedirlas? Las ostentaciones gregarias del descontento, además de ser uno de los papeles asignados al sindicalista (cuyo plató predilecto son los despachos pero debe comparecer en fiestas señaladas ante su público), constituyen el coaching del indignado y, como tales, contribuyen a prolongar los circunloquios de un guión tácito que juega a favor de obra... de la escrita mediante decreto, por supuesto.

Si a la vista está que la lucha pacífica y visible no sirve para los fines que sus simpatizantes pretenden, es por el contrario idónea para ensayar la orquestación de las masas por parte de quienes están detrás de las principales convocatorias, y psicológicamente indispensable para tranquilizar la conciencia de los que participan en ella, que necesitan compatibilizar diariamente la frustración de sus empeños sin llegar a constatar la insignificancia de su voluntad. Los gobernantes, aunque molestos por los escraches y el escarnio merecido a pie de calle, raramente desdeñan las ventajas que les otorga exhibirse amenazados (el viejo disfraz de lobo con piel de cordero), razón de bulto para inventar la criminalidad de aquellos que los increpan sabiéndose satisfechos, en el fondo, porque la violencia no pasará del escándalo episódico de un happening que, una vez magnificado, producirá en los ciudadanos el efecto de una falsa impresión de importancia tan útil para incrementar su autoestima en la derrota como estéril para entorpecer el funcionamiento real del sistema.