7 feb 2013

IMBECILIDAD PARLAMENTARIA

Si “el sentimentalismo es el fracaso de la emoción” (Auden), el parlamentarismo es la derrota de la democracia y lo más parecido a darle gato por liebre al ciudadano después de pedirle la mano para tomarle el pie, la cartera y hasta el porvenir. A nosotros, que no somos demócratas sino plenarquistas, no nos ofende tanto que se siga engañando a la sociedad con un modelo inoperante de representación (a fin de cuentas, cada uno es responsable de su aquiescencia con la estafa), como que se pretenda consenso único e inamovible para gestionar el Estado, convertido en un feudo partidista exprimido por los caprichos de dos grandes tribus económicas que difieren sólo en las formas, nunca en lo esencial, y persiguen sus objetivos con desvergonzada mofa de las leyes que ellos mismos confeccionan para aplastarnos. La deficiencia de las élites rectoras se agrava con cada legislatura, y a la vista de todos está que no se puede ser políticamente liberal y éticamente conservador sin que resienta la capacidad de entender la naturaleza de los problemas reales y decrezca, en la misma proporción, la adaptabilidad a los retos con la inteligencia estabilizadora que requieren. Lo hemos comprobado hasta el oprobio con la prohibición en materia de drogas adoptada, salvo alguna excepción relativa, por todos los países democráticos: la represión sistemática ha puesto un comercio muy lucrativo, que antes de su excomunión era potencialmente inocuo, en manos de los caudillos del narco, quienes que a la sombra de los gobiernos favorecidos por la situación lo han convertido en una industria multinacional rentable sólo para una minoría e increíblemente dañina para los usuarios.