20 jul 2013

DE BUENA LEY

Cualquier criminal necesita coartadas; si el criminal es poderoso, las suyas se escriben con letra de ley, en la que se diluyen a lo largo de las generaciones sus aspectos más nefandos, volviendo aceptable a ojos del común lo que dudosamente pudo parecerlo en principio. Con independencia del sentido utilitario de algunos reglamentos, a los que no nos referimos, la culminación de la fuerza malhechora del potentado es que el sometido llegue a confundir sus intereses con los suyos. He ahí su peor crimen, haber borrado el rastro de sus móviles.

Hay mentes tan mínimas, tan inflexibles y estrechas, que no dan cabida para distinguir legalidad de legitimidad, como si una medida gubernativa, al estar respaldada por la legislación, fuera justa por sí sola o preferible, en su defecto, al riesgo de exponerse a un cuestionamiento general de la autoridad. Será por aquello de que las cabezas se reducen a escala en función de su proximidad numérica, aunque algo tendrá que ver en esta miniaturización de los cerebros la emasculada costumbre de aceptar como un estado normal lo que constituye una situación de excepcionalidad en el funcionamiento del Estado. Y todo Estado, desde su origen, implica aberraciones contra sus súbditos que se recrudecen al entrar en decadencia, como les sucede en el presente a la mayoría de las naciones. No hay circunstancias atenuantes para explicar el proceso. Más que asistir a la agonía del Estado del Bienestar, fase publicitaria de su desarrollo esforzada en lustrar limosnas, constatamos la maduración de su envilecimiento como Estado del Deterioro.

Cuando las leyes suscitan más problemas sociales de los que pretenden resolver y cada modificación  de su engendro doctrinal añade una caricatura democrática al repertorio de la dictadura que, sin embargo, no basta para generar consenso ni compensa la devaluación popular; cuando la justicia sólo muestra su eficiencia anulando los delitos de los sumos impostores que ascendieron sobre la ruina de muchas familias y las formas más insultantes de extorsión se imponen bajo el fingimiento de la austeridad; cuando los derechos civiles revelan como nunca la farsa que siempre han sido, salvo que se entienda por tales la obligación de participar en el espectáculo de humillarse ante los caciques financieros, y comportarse como un ciudadano de orden equivale a servir de cómplice a los que han logrado establecer colonias a expensas de las infraestructuras públicas, sea desmontándolas, pervirtiéndolas o transfiriéndolas a su patrimonio personal; cuando estas y otras irregularidades están a la orden y en el orden del día, ponerse fuera de la ley supone un deber para el individuo que quiera mantenerse el respeto a sí mismo. Un hombre de categoría puede perderlo todo, menos su hombría; incluso si por ella se ve impulsado a avanzar más allá de los confines humanos, hacia la indómita periferia que no teme volverse truculenta marginalidad.

El modelo de futuro próximo, diseñado hace largo tiempo, está listo para ser implantado. Para ello, se impone el requisito de reducir por asedio las poblaciones de los países que crecieron amamantadas con una prosperidad de bajo coste en la creencia, cebada por los medios, de que sus prestaciones constituían un proyecto irrevocable, la cara verdadera de la realidad. Las esperanzas motrices de lo que fuera el mito de la estabilidad en expansión han  muerto a manos del aparente anonimato de los mercados. Cierto es que no lamentamos el vacío dejado por el desmoronamiento de esta fábula, y tratándose de un producto sacrificado durante la gran purga emprendida por los agentes macroeconómicos, a quienes nunca perdonaremos la envergadura monstruosa de su ruindad, una instintiva petición de proporcionalidad apremia para que el abismo los engulla como espolones caducos de la patraña. No habrá chuletas para los hijos de los que bailaron con el canto de sirena de las clases medias. Tampoco habrá dignidad, pero no adolecerán su carencia porque ignorarán conceptos tan básicos como la soberanía; vegetarán prisioneros de simulaciones controladas más fáciles de aceptar que la angosta dimensión de la miseria y sólo acertarán a distinguir al amigo del matarife cuando sea demasiado tarde. Ante la perspectiva de ser conducidos al parque temático de la penitencia global, encontramos deliciosa la invitación a la guerra total. ¡Perfeccionemos la nada!

El horror no nos inhibe ni nos seduce. Estamos dispuestos a mirarlo de frente sin arrancarnos los ojos, y decididos a darle la espalda con la seguridad de que no lo añoraremos. Palabra de bandido. Por la potestad que nadie más que nosotros se disciplina a reconocernos, advertimos a los merodeadores que los seres bravíos no profesamos adhesión a ningún colectivo: poseemos la robustez necesaria para acertar o equivocarnos guiándonos según nuestras propias reglas, cuya maestría se adquiere practicando el rechazo de la acomodación a esa mansedumbre tan estimada por los mandobedientes, autómatas de todas las condiciones que por el gusto de la inercia o por la inercia de la autocompasión también han hecho de su asueto y de sus órganos reproductores instrumentos misioneros del achicamiento progresivo.

Oro en el cielo, sol en la tierra, ¡nos alzamos en el nombre de todos los dioses caídos! Puesto que somos mamíferos teófagos, con sus cenizas marcamos nuestro territorio forajido. No nos guardes el secreto.

1 jul 2013

CLASE CONTRA ORATES

Si en parte gracias a la acción desmitificadora de las ciencias que no temen examinarse a sí mismas tras haber flirteado tecnobiológicamente con el desafuero, pero sobre todo a consecuencia de los pogromos que, como el trance artúrico de Hitler, fueron catequizados por el racismo de inspiración rosenbergiana, hoy nos parece digno de repulsa por lo ridículo de su filosofía y escandaloso de sus efectos el concepto totémico de espíritu racial que fue, junto a su análogo comunista de conciencia de clase, uno de los gérmenes ideológicos que más fascinó a las masas e intelectuales durante el periodo comprendido entre el último tercio del siglo XIX y la primera mitad del XX, sus inversiones semánticas presentan, sin embargo, una arcana e indisoluble capacidad de sugestión que resiste con vigor inusitado al desgaste triunfante de nuestra época: la raza del espíritu, la clase de conciencia, porque nadie podrá negar que existen razas a tenor de las pruebas espirituales superadas, y clases según los estados alcanzados por la conciencia despedazada del ser en el devenir que lo engulle.