"Si no nos ocupamos de lo imposible, bien merecemos no entender lo posible"
David Mordisco (1974-1996)
Anotaciones de un cavernícola
¿Anarcototalitarismo? ¿Se trata de un despotismo inédito ejercido por un comité de sesgo anarcoide? ¿Otro nombre populista dado al ansia de caudillaje de algún megalómano metido a poeta? Nada de eso. Almorzamos paradojas, crecemos tanto con ellas que cada vez nos frecuentan menos... menos gente superflua que atender; menos ocasiones, por tanto, para darse al remilgo: bienvenida sea la criba. La anarcotiranía, que sin ser equivalente lleva implícita la idea de anarcototalitarismo, puede ser interpretada como una apuesta por el equilibrio político, económico y existencial mediante la integración, empatización e intercambio recíproco del Estado y la sociedad en una síntesis que desarrolle una estructura orgánica con lo mejor de ambos extremos: el anarcoestado.
Del totalitarismo como concepto sociológico nos quedamos con la idea del Estado como motor de masas, centro neurálgico y árbitro absoluto en la gestión de los recursos; del pensamiento libertario con la propuesta de devolver el poder al pueblo con el uso de sistemas de representación directa que garanticen al ciudadano la capacidad real para ser el portavoz y modulador de sus propios intereses; también, no lo olvidemos, con su insobornable vocación de disidencia. Sin embargo, estamos convencidos de que a pesar de manifestar una polaridad opuesta, en el fondo ambas visiones comparten un núcleo común: que no exista diferencia de hecho entre su organización política y la sociedad que pretenden organizar. En el caso del totalitarismo, el sujeto de tal planteamiento no es el individuo, sino el Estado, de manera que su lógica inherente lo llevará no a fundirse, sino a crecer a costa, por encima e incluso a riesgo de exterminar la sociedad, lo que supone una aberración por hipertrofia de uno de los términos implicados en la dialéctica. En el anarquismo, especialmente en su vertiente colectivista, el elemento mórbido es justo el inverso, ya que parte del falso principio de derechos fundamentales, presupone erróneamente bondad innata en el ser humano y carga al individuo con el peso de una responsabilidad inmensa que dudosamente se entiende como podría llegar a funcionar. Si con el totalitarismo el Estado aspira a serlo todo, en el seno de la utopía anarquista es el ciudadano quien debe serlo todo (soldado, militante, policía, juez, legislador, economista, trabajador...) para evitar que nadie descuelle del rasero convenido; una clase o elección de libertad que quizá no sea imposible y deslumbra colorines en la teoría, pero cara para cualquier propósito satisfactorio de convivencia, pues hay que pagar un alto precio por ella fomentando la autocontención, el espíritu de sacrificio y la vigilancia mutua: virtudes demasiado cristianas para nuestro gusto, sin duda más exquisito.
La experiencia histórica y el conocimiento actualizado sobre psicología aplicada a grupos humanos evidencian que la percepción de bienestar se incrementa con cierto nivel de participación en los asuntos públicos, pero se ve seriamente comprometida cuando al individuo se le pide un nivel de compromiso mayor. Es obvio: tal entrega exige renuncias personales. Llegados a este punto, podemos asegurar que la anarcotiranía no necesita sujetos sumisos, blandos ni adoctrinados, pero tampoco excesivamente preocupados por cuestiones peregrinas o siquiera muy ocupados con el gobierno de las tareas cotidianas, sino más bien despiertos, seguros de sí mismos y razonablemente dispuestos a cultivar los placeres mundanos, por ello en su día hablamos del socialhedonismo como uno de los componentes principales de nuestra desprogramación del mundo y de un espacio institucional regido por la dictadura de la noluntad...
Seguiremos perfilando con ligereza minimalista todas las grietas que podáis detectar en el asunto que nos ocupa, cuyo potencial filosófico parece explosivo a la vista de las preguntas, llenas de intriga, que nos plantean en privado algunos conocidos y camaradas.