"Un hombre armado es un hombre libre".
Divisa de la comunidad Diggers de San Francisco
...Y el arma más destructiva que puede dirigir contra el dispositivo turboeconómico de exprimir almas y reprimir cuerpos, es la depresión. No una depresión lineal desactivada por la culpabilidad sin fronteras que se retroalimenta a través de hábitos autodisplicentes, sino el abatimiento entendido como una dinámica de pasividades reacias a mantener relaciones de colaboración con el enemigo, al que impregna de manera sutil y envolvente con su apatía hasta ocasionar un daño estructural en el sistema que sostiene su hegemonía. Quizá no se haya comprendido todavía que la depresión es un estado deliberadamente subestimado debido al inmenso poder disolvente contenido en la naturaleza ímproba de sus padecimientos, que disponen de la potencia corrosiva necesaria para inocular un desarraigo contagioso a cuya negatividad es imposible darle forma desde fuera, pues supone una deserción que se derrama en todas direcciones como una ausencia ingobernable. Un hecho significativo que nos da una idea del alcance de este poder, es que en la sociedad del malestar sonriente a nadie se le permite la constancia de hundirse el ánimo sin ser vinculado de inmediato a un proceso de medicación que comienza, por un lado, con la evaluación psiquiátrica, y se prolonga, por otro, con el tratamiento a base de psicofármacos; estrategia combinada que pretende bloquear eficazmente las inhibiciones reactivas y dirigir la reafirmación productiva del afectado, a quien se lo tolera en su papel de paciente mientras no deje de ser un actor compatible dentro del modelo de sociedad prescrito. Existe, por ende, una guerra mental contra las transgresiones neurálgicas que se desencadenan con el terremoto de la tristeza abandonada a su inercia. «Hay que romper la red. Pero para romperla valen todos los caminos, porque sus nudos son de naturaleza diferente: cada camino rompe un nudo» (Jesús Ibáñez). Y el nudo que gracias a su excelencia caótica logra deshacer todos los demás es el que pone al individuo en la actitud de desilusionarse por completo, lo que hemos convenido en llamar revolución depresiva y es, en síntesis, la lucha de pensar depresivamente a través de un contrasistema de inoperancias, un despliegue de desafecciones para imponer al adversario contracción. ¿Qué puede dar un sujeto desrealizado a la maquinaria que exige el pleno esfuerzo de cada uno? Tras la antiterapia de choque que nos sirve de barricada en mitad de la conexión de catástrofes establecidas por el fracaso civilizador del humanismo, únicamente lo que sobreviva a la depresión será recuperable. Nuestra estrella guía el desastre.
Si aplicamos las leyes de la oferta y la demanda a las ideologías nacidas de la modernidad, ninguna de ellas sobreviviría a la extenuación actual de sus posibilidades. Prueba de ello, el auge de las tecnocracias que propician una política despolitizada que se pudre desde la élite a causa de su falta de ideas vigorosas para superar el terror a la carencia absoluta de soluciones. Arreglar este mundo implica negar su validez y repudiar la vigencia de su carácter universal; un mundo donde lo importante no es ser libre, sino creerlo; una creencia impracticable para todos los alérgicos a la narcosis dogmática. Parafraseando a un impostor, la libertad no hace felices a los hombres, los hace, sencillamente, semiesclavos, es decir, conscientes del cautiverio de la fatalidad en la que querer es volverse más adherente a las servidumbres. No es que sea más libre el que no quiere querer, es que está menos atado. Y además, por su volatilidad, no hacer es lo menos explotable que puede hacerse. Nosotros, los noluntarios, desqueremos esta cultura por haber renunciado a la intrepidez natural para desatar grandes dosis de energía, convertida en un lupanar planetario especializado en producir millones de seres acomplejados que dependen del suministro cotidiano de fetiches cuya rentabilidad, en vez de atenuar los sufrimientos añadidos al existencial, los prolonga y enreda hasta la obsolescencia de la criatura que es consumida mientras consume. Ante esta desnutrición espiritual, preferimos hacer brecha con nuestra depresión sin trabas ni transacciones, aunque no desdeñamos amenizarla con el plausible rito de la guillotina que dignifica el sacrificio humano y nada tiene en común con esos altares de la mercadotecnia donde no hay lugar para la liberación de los instintos reprimidos, atrapados en una prórroga intermitente del deseo que termina por asesinarlos mediante el entumecimiento al que lo someten las necesidades inducidas artificialmente. Ninguno de los imperativos comerciales de esta civilización que agoniza víctima de su mitificada desmitificación está dotado de la magia original que transmite la sangre derramada por una noble causa, cual es la desparasitación de los entramados financieros. A todos sus caudillos corporativos y a los secuaces inverecundos que a su sombra nos devalúan con el enriquecimiento alucinatorio de la usura, los declaramos homo sacer rehabilitando una figura del antiguo derecho romano utilizada para designar a quienes habían adquirido la condición inferior de hombres borrables como consecuencia de la ruptura de un juramento sagrado. Un homo sacer no puede ser oficialmente condenado a muerte; sin embargo, puede ser muerto con impunidad por cualquiera. Este precepto, que no debe desvirtuarse como una simple exhortación a la virulencia, es una cuestión de principio que remite al espíritu arcaico del acontecimiento fundacional emanado de nuestra fidelidad pagana al arché. No se trata de implantar la crueldad como acto de soberanía política ni de instaurar purgas como espectáculo violento para el vulgo; se trata de conceder a la venganza el honorable estatuto de arte público imprescindible para calmar al depredador enjaulado que todos llevamos en el interior y para el que sólo encontramos respuestas neuróticas en esta versión neocón del infierno decorada con los residuos generados por la progresía remilgada que la precedió. ¿Es reprobable que quien recibe merecidamente el epíteto de malnacido se gane los vítores de bienfallecido? No censuramos la fuerza, atacamos la moral que obtiene la suya culpabilizando el uso del poder propio y emponzoñando sus fuentes con la carroña de una soteriología (escatológica en su doble acepción de ultratumba y fijación excrementicia) responsable de haber incubado este orden desprovisto de justicia, traidor a las relevancias primigenias e impermeabilizado a la irrupción épica de su retorno. Los procedimientos de fabricar consenso están en declive: esa y no otra es la crisis; nuestra solvencia, por el contrario, la falta de miedo: ¿lo tendrán los próceres al creciente disenso? Estamos hartos de ser manejados como una mansa clientela a la que se ordeña con guantes de lija cuando los negocios se frustran, hartos de soportar castigos por un derroche que nunca nos benefició, hartos de seguir pagando diezmos al club de régulos burbuja que deberían asumir un martirio ejemplar por el fraude de la planificación tacaña que nos ha reducido a caricaturas de ciudadanos en el basurero de las ideologías, a propósito de las cuales aún permanece vivo el recuerdo mezquino de sus pulsiones psíquicas, entre las que Baechler mencionaba la avaricia como motor del capitalismo desarrollista, así como la envidia que conduce a los colectivismos. Ninguna de ellas está presente en las huestes de la Anarcotiranía.
Pudiendo optar por un nombre menos agresivo que condensara la irredenta vocación lateral de nuestro movimiento (barajamos libertarquía, anarcocracia, plenarquía y apoderarismo), elegimos el santo y seña de Anarcotiranía porque, sobre el aparente desprestigio conceptual, sabemos que prevalecerá el acceso a la temible colisión visionaria de la rebelión y la supremacía, a cual más odiosa para las corrientes biempensantes, incluido el anarquismo clásico, que se estancan ante cualquier propuesta que haga fisuras en su cerrada concepción del Estado, que para nosotros ofrece atributos metamórficos con los cuales pasar de ser un agente letárgico a la crisálida de en un ente orgánico inmune a las secuelas del crecimiento por el crecimiento, fase última del reino de la excrecencia que ha sacralizado sin sustancia el éxito de lo postizo en detrimento de la experiencia. A la inversa de la corrosión lucrativa de la identidad y las costumbres, cuyo valor depende del chantaje especulativo que a todo le pone precio, nuestra visión anarcoestatal del intercambio cooperativo extrae su valor del tesoro de unos lazos éticos compartidos que se regularán en función del mérito sobre tres ejes clave: el coraje (hazañas), el talento (cualidades) y la dedicación (servicios).
Al restringir la gestión de la economía al selecto círculo de los expertos y dejar la evaluación de su criterio a los especialistas que desestiman la opinión de los afectados por sus decisiones, se crea una aberración análoga a la que durante el medievo impedía la traducción de los textos bíblicos a las lenguas vernáculas, que de haber tenido lugar entonces hubiera acelerado el examen crítico del cristianismo y la decadencia de los privilegios de clase que dependían de sus calumnias. Y si nos parece absurdo que quien no domina las teorías que explican el comportamiento de la luz esté incapacitado para elegir los colores de su atuendo, no vemos motivos suficientes para que la administración del saqueo siga blindada a nuestro arbitraje. Asqueados de la conformidad por decreto tanto como de la indignación paralizada por el pacifismo, en este prejuicio participan por igual todas las fuerzas que se reparten el espectro político invariable de derechas e izquierdas (la habitual trayectoria de «izquierda, derecha, al centro y pa dentro»). Puesto que esta división trucada nos repele, hemos buscado un referente más satisfactorio y dimos con el eje biopolítico que distingue a los estratos dominantes de las masas subordinadas, un enfoque que dista mucho de ser preciso porque la dualidad básica del fenómeno se manifiesta dentro de cada segmento de población con una exuberancia de ambivalencias que hace inviable el empleo de categorías sin incurrir en un grave reduccionismo. El padre asalariado puede ser un servil obrero en el taller de su jefe y un verdadero sátrapa en miniatura, con mando a distancia en mano, cuando se lo traslada al seno familiar. A continuación, evaluamos como interesante la tesis transversal del historiador Philip Bloom, que calibra a las gentes entre los partidarios del oscurantismo y los defensores de las luces. Pero su análisis, pese a resultar poco convencional, ignora todo lo que las tinieblas aún tienen que enseñar a las mentes ilustradas, y no parece advertir que los sueños racionalistas terminan por desvelarse en el gulag y el crematorio... Tampoco nos convence la dicotomía expuesta por Arendt al situar en extremos opuestos los regímenes totalitarios y las opciones pluralistas, ya que ninguna sociedad centralizada se revela exenta de un endémico afán integrista bajo un análisis riguroso. La diferencia radica, sobre todo, en el grado de hipocresía con que dosifican sus males no menos que en el laberinto de distracciones donde se pierde el rastro de su origen. Es el caso de las sociedades liberales que se creen acogedoras con la diversidad, presumen de haber separado sus poderes y se definen como abiertas a la promiscuidad de la igualdad de derechos, pero no vacilan en protegerse como un cuartel tomado por sicarios frente a los motines iniciados en el pensamiento que cuestiona sus métodos de legitimación. A semejanza de parques temáticos construidos a escala metropolitana alrededor de una matriz penitenciaria, demuestran que la seguridad de sus instituciones, más que reposar en la confianza inspirada por las libertades civiles, se ejerce por la defensa a ultranza de su botín.
Hasta aquí ha llegado el llanto de sirenas que anuncia el alumbramiento del homo deflagratio, nuestra explosiva contribución al código emic antagónico a los usurpadores que creen conocernos desde su orgullosa pero endeble barrera etic. En esta era llena de horrores, nada es todo lo que necesitas para vaciarla...