Mientras el ruin, ignorante de que solo se tiene lo que se da, considera que el ocio es un tiempo improductivo –malgastado, dirá él– que se traduce en una lamentable pérdida de dinero, el magnánimo comprende que ganar dinero es una irrecuperable pérdida de tiempo, un sumidero por donde tienden a escaparse, entre otras dimensiones, la de poder pensar. Sensible en extremo a las condiciones ambientales, la reflexión abierta necesita respirar en una atmósfera límpida de obligaciones que subordinen el uso y disfrute del tiempo a criterios viciados por el prejuicio del rendimiento, que resulta adventicio a los propósitos originales de entregar la atención a los objetos de análisis sin mayores trabas que las limitaciones cognitivas innatas. Si el tiempo libre se significa por algo, es por su indómita característica de no servir a ninguna utilidad circunstancial y desdeñarse en su decurso haciendo cualquier cosa... o soberanamente nada. Hablar de pensamiento libre dentro de la jaula de un horario definido por ritmos externos que constriñan su funcionamiento abstracto en nombre de su optimización práctica supone un contrasentido cuando no una falacia, pues el efecto inmediato de la acción mental desembarazada de toda dirección moral, como lo es la usura temporal, empieza por instilar incertidumbres en los sistemas normativos aceptados, de los que la obsesión por el resultado, objetivo de la obsolescencia inherente a la fábula del crecimiento material, viene a ser para el intelecto como un condón usado por otro, dejándolo profilácticamente impedido bajo la ilusión de un contacto orgánico con la realidad circundante. Los anarcotiranos, en vez de minutos, vivimos a pelo las secuencias del devenir: difícilmente verás atadas nuestras muñecas al grillete de un reloj.
La deprimente victoria de los centros dedicados al condicionamiento remoto de masas se evidencia en haber logrado que actuemos, e incluso sintamos, en términos de ruindad según el sentido indicado al principio: a fin de mantener la guardia en la voraz carrera contra el estancamiento, se nos apremia a estar actualizados multiplicando el consumo absorbente de experiencias vinculadas a determinados productos comerciales, sin que esa huera lucha nos evite ser, en definitiva, cada vez más pobres cuanto más creemos tener.
Constante en su excelencia imprevisible a través de las épocas, el peor enemigo del Estado es el individuo a solas con sus pensamientos, pero tan lejos ha llegado el corporativismo financiero, mal llamado liberalismo, en sus implacables pretensiones de exprimir el mundo mediante un chantaje envolvente a la sociedad, que toda iniciativa que aliente el desinterés por las cuestiones pecuniarias o intente preservar la independencia del aparato psíquico frente a la intervención de los patrones lucrativos de conducta, se percibe, hasta por las mismas víctimas del capital, como un brote incomprensible de necedad que afea las falsas parcelas de prosperidad donde se disipan las energías mayoritarias en beneficio de intereses muy minoritarios que si pocos desean cuestionar, aún menos se atreven a desenmascarar. Hábilmente manufacturadas deben de estar las conciencias cuando gran parte de la población no encuentra anómalo, sino sensato, poner a la zorra al cuidado de las gallinas con la esperanza de obtener una seguridad que les permita seguir poniendo huevos.
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