Dicen que la vida es un sueño cuya constante es la pesadilla, evidencia ante la cual ¡mierda! gritan los puercos y ¡cerdos! quienes se consideran puros sin razón o contra ella. ¿Que el barco escora? No faltará un coro que señale a otro mientras brama ¡esto apesta, carga al agua! seguido de un ¡pobrecito! ¿Quién ha sido?
Cubierto por sus propias heces, el hombre sigue obstinado en creerse el producto más selecto de la evolución: a tal grado llega su mayor vicio, la vanidad. De vanidad están hechas las peores tragedias, los más penosos desastres, casi todos los yerros que provocan el exceso de ambición y la falta de honestidad con uno mismo. La vanidad mueve y enreda los hilos del engaño, vanidad es lo que nos impulsa a caer en un precipicio agridulce al querer fermentar el dinero en nuestras manos a partir del no menor embuste de ponerle un precio a todo con todo un regateo de falacias. Para cierta postura hoy pandémica, sólo pasamos de ser lucrativas mercancías a molestos desechos, pero no somos por ello enemigos del comercio, que nos parece tan indispensable como una voluminosa cagada después de una comida abundante. Escupimos, sin embargo, sobre la deidad imaginaria del crecimiento ilimitado y no estamos dispuestos a tolerar por más tiempo las tonterías de su feligresía, entre la que abundan los productores de miedo y sus remedos, los productores mierdosos.
En virtud de que ya nada tiene ni contiene sentido; puesto que ya nada es lo que parece ni ser parece, no todo es mierda. He aquí una clave para evitar pudrirse en las deyecciones de un mundo que se pavonea de haber violado sus misterios: transmutación, oro de los putrefactos, henos con ella así en la calle como en la trena. Alquimia de anarcotiranía transversal y purgante antes que purgatoria, obra de continua fisura y catarsis social.
El cielo ruge prodigando extraños fulgores mediante la irrupción de fuerzas que se saben insondables. Hogueras dispersas indican que la ciudadela ha sido cercada por hordas de tiranos de sí que no temen acampar bajo la tormenta que se avecina. Tras la solemne capa de silencio autoimpuesto, una frase perdida adquiere relieve: nadie está a salvo de nadie...
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