31 ago 2013

CONTRA LAS TIBIEZAS

"Más vale ponernos en lo peor enseguida —respondió el ingeniero— y reservarse solo la sorpresa de lo mejor".
Julio Verne
La isla misteriosa

Todo individuo reconciliado con su buena conciencia se declara tácitamente enemigo de sí mismo y partidario del control humanitario del pensamiento. No hay que estar en paz con nadie, ni con los fantoches propios que se asumen como roles ni con los fantasmas ajenos que impone la convivencia; no hay que solidarizarse con nada, ni con la naturaleza ni con la cultura, ni con la bondad ni con la maldad; no hay que entregarse sin combatir, ni a los riesgos de la libertad ni a las seguridades de la servidumbre, ni a los simulacros que tomamos por realidad ni a las realidades que simulamos devolver domesticadas. Y que no nos vengan con el cuentecillo de que la pasividad de los hombres justos pone el triunfo en bandeja a la injusticia, pues el justo, al igual que el malvado, busca la salvaguardia de sus intereses particulares, que pueden ser tan triviales como preservar la estabilidad de un patrimonio, o de índole más intangible, como la imagen que pretende proyectar de sí mismo incluso ante el espejo, para lo cual necesita víctimas, las que produce y le proporciona el culpable.

Allí donde se vaya, existe una perfusión de teatralidad que mantiene en alza el mito de los valores civilizados para que los cadáveres que se amontonan en las vías y colmenas urbanas puedan creerse en pie, representando que no lo son, sobre un común denominador de orden expuesto en la galería universal de los horrores como la referencia suprema donde se tolera todo a condición de que nada pase, y la estasis social se distrae con filigrana de cambio, como en esos anuncios que se cuelan sin haberlos pedido repitiéndose hasta el vómito o en las guerras relámpago de especulativa espectacularidad donde los malos son siempre otros, los otros sin los cuales no somos uno. Es así como se crea el sentido del sinsentido con la desgracia, la miseria y el sufrimiento extremo por varita mágica de un mundo que ha perdido la fe en aquello que no puede comprar ni tirar cómodamente a la basura: para eso se ha inventado el reciclaje, del que seres y enseres participan a la mayor gloria de la celosa sostenibilidad.

Aunque deseable, la solución final ya no es necesaria porque estamos instalados en ella de mano de la cirugía virtual de la identidad y del negocio blanqueado de los afectos que son la pauta en el espacio profiláctico de mentalidad unificada patrocinado por Potus y sus filiales internacionales, cuya democrática misión consiste en enseñarnos a interpretar quienes somos. ¿Quiénes? Uno de nuestros asesores literarios lo plasmó a la perfección en un epitafio que, traducido del francés, venía a decir "ustedes están vivos porque nosotros nos hacemos los muertos".

¿De qué sirve el derecho a la vida si no se respeta la soberana locura de ponerla en juego? Hemos sido sacrificados vilmente, arrojados a las escombreras de la historia antes de estrenarnos, así que nada podemos perder si en adelante, cada vez que alguien exhorte a la penitencia, saltamos sobre él para robarle el corazón de la caja de caudales donde lo encierra. Mejor fuera de la ley que fuera de juego.

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