1 dic 2014

CONEXIONISMO: LA NUEVA IDEOLOGÍA DE LA EXPLOTACIÓN

Para gestionar los asuntos generales, la democracia y el autoproclamado libre mercado pueden parecer instrumentos menos defectuosos que sus opuestos, pero puesto que su dinámica de funcionamiento, hipertrofiada en una recurrente chochez secular, los ha llevado a convertirse en fines para sí mismos, hemos de juzgarlos objetivos valetudinarios dignos de subversión.

"La vida es chula", reza un anuncio de trapillos para mozas ante el cual lo primero que nos preguntamos es quién será el chulo que trafica con esa chula, porque lo cierto es que nos hundimos anclados en una época férreamente intervencionista; no, desde luego, según el clásico concepto que se daba al intervencionismo desde la crítica liberal. La libertad, mero icono mediático, existe a condición de no usarla fuera de los canales previstos para desactivarla, y mientras en economía "hemos puesto una tecnología del siglo XXI al servicio de una ideología del siglo XIX" (Jack Dion), en política hemos subordinado las inquietudes del presente siglo a formas de organización decimonónicas, desde los parlamentos a los sindicatos, que en el mejor de los casos son cortinas de incienso para perfumar el último modelo de explotación. Nuestra era es intervencionista en tanto que todo está traspasado y condicionado por los intereses del gran capital; incluso los Estados son evaluados como productos bursátiles por agencias de calificación pagadas por inversores que se enriquecen directamente por el desmantelamiento de las instituciones civiles que, en teoría, deben ser soberanas. Como en cualquier coordenada geográfica el Estado se muestra cada vez más impotente para regular el mercado en aras de los ciudadanos cuyos derechos dice representar, es la economía la que controla de hecho al Estado y, desde este, a la población. Nadie puede, en consecuencia, confiarse a los Estados como paraguas contra la crisis, salvo que ignore que son los consejos supremos de los principales consorcios de empresas transnacionales los responsables de tomar las decisiones relevantes que la clase política de cada país, como dóciles ejecutivos o ejecutores en plantilla, se encarga de aplicar adaptando las reformas estructurales más polémicas a la retórica de las convenciones democráticas. El Estado ya no puede ser un obstáculo para los depredadores financieros, como aún proponen los izquierdistas, pues ha dejado de servir de barrera de contención contra los abusos de las élites para convertirse en su mayordomo. Los Estados gobiernan más que nunca para todos en los perjuicios, pero solo para unos pocos en los beneficios, y a esta servil manera de asegurar una redistribución viciada de miserias y riquezas deben la razón de su pervivencia.

La escasez por principio de los bienes producidos constituye la base del sistema de vida capitalista, que necesita, asimismo, crear burbujas de abundancia para que la movilización comercial de las masas no se estanque en uno de los extremos de la bipolaridad definida por su eje fundamental de simetría: acumular y desechar. Así, en un mundo repleto de placeres instantáneos y malestares eternos, la conectividad prorroga el hechizo de las apariencias mediante la ultraconducción de lo inmediato hacia lo que podría denominarse un nuevo consenso antropológico para el que resulta crucial apretar el nudo gordiano cibernético alrededor de las cabezas. Progresistas y retrógrados, globalistas y nacionalistas, hombres y mujeres, viejos ricos y jóvenes empobrecidos, todos ellos tienen en común su permeable entrega a la conexión. Donde el individuo, como un permanente abastecedor y consumidor de servicios, ya no es valorado en virtud de sus méritos personales sino en función de su versatilidad para imbricarse en las redes del negocio planetario que le exige, por encima de lo demás, la contorsión de ser competitivo contra sí mismo, lo único que cuenta es estar en la primera alineación de los alienados. Cada ser debe estar hipervinculado a los acontecimientos, prisionero de un entrelazamiento creciente a través del cual lo íntimo y lo público, como lo cercano y lo remoto o lo genuino y lo adulterado, se confunden impúdicamente en una competición universal de narcisismos cómplices de participar en la trama del mismo guión, una historia atenazada por el desajuste surgido entre el apresuramiento ilimitado y las fracturas de una mente temerosa de volverse incapaz de asimilar los cambios al ritmo requerido para ser operativa, lo que da lugar a una riada de errores convergentes que ha adquirido los rasgos propios de la fatalidad. Sin embargo, se trata de un destino colectivo que se revela postizo frente al riesgo emergente de ser superado por fuentes alternativas de producción y distribución de sentido, de ahí que a los poseedores de los mayores medios para remozar el absurdo reinante no les tiemble el pulso a la hora de dictar leyes enfocadas a criminalizar a los desmandados que, desde el planteamiento puro de la dura realidad, logran desnudar a los verdaderos criminales: aquellos que empiezan a perder poder por falta de imaginación para enmascarar el alto coste, humano y material, de seguir inflando el crédito de su falsedad.

Recordamos, con Orwell, que "en una época de universal engaño, decir la verdad constituye un acto revolucionario".

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